20 septiembre 2008

Organza de Naón, Niño, Sambucetti y Vivacqua, dirigida por Violeta Naón

El sábado pasado fui a la sala Apacheta (propiedad del director Guillermo Cacace) a ver la obra que ahora reseño. La sala, que está en Pasco 623, es un lugar agradable, bien puesto y, esto es importante, queda cerca de casa.


Como sabrán, la organza es una tela. Una tela más bien femenina. De acuerdo. La obra trata del encuentro de dos mujeres en una estación de trenes en la que se produjo un suicidio: alguien se tiró a las vías. Sobre la situación del encuentro casual, la muerte accidentalmente expectada y las historias de esas mujeres se desarrolla la acción dramática. Podría pensarse entonces que el título funciona en dos direcciones simultáneas: por un lado, la idea de tela implica necesariamente la de trama. Por otro, el carácter eminentemente femenino del tejido en cuestión. No nos parece inverosímil pensar que ambos significados son válidos, en un texto que suele coquetear con la estética de los simbolistas, aunque por momentos se acerque al absurdo.

La idea de la inmovilidad de los personajes en un lugar de tránsito como una estación de trenes ha sido ya trabajada fértilmente por varios dramaturgos y directores. Recordemos, como ejemplos, dos casos: Rápido nocturno, aire de foxtrot de Mauricio Kartun y Destino de dos cosas o de tres de Rafael Spregelburd. Aquí las cosas funcionan más bien como en la segunda, o sea, el tren que no llega o que pasa sin detenerse, genera una interrupción de la cotidianidad que habilita la confesión. Como apunta Alain Badiou (Imágenes y palabras, 2005) a propósito del film Magnolia de P. T. Anderson, aquí la confesión no tiene el carácter redentor que instauró el melodrama norteamericano de mediados del siglo XX, sino que revela su inutilidad última. Se reduce a una parrafada incontinente, a una descarga libidinal que diluye la carga erótica de las relaciones entre los personajes y que deriva la tensión narrativa hacia otros lugares, enriqueciendo el devenir del relato dramático.

La obra tiene momentos de extrema intensidad. El suicidio inicial, lacónico e inesperado, que recuerda a una escena de la película japonesa El grito (me disculparán por las reiteradas citas cinematográficas); la danza silenciosa que ensayan las mujeres y que acaba en un beso; por dar dos ejemplos. En general, la intensidad y la hondura dramática crecen cuando no hay texto, cuando los cuerpos ocupan todo nuestro espacio perceptivo. Aunque debemos anotar una excepción: el monólogo final. Pero nuevamente, lo que la actriz dice pasa a un segundo plano y el interés se centra sobre la opaca figura que recorta un contra blanco y su correlato horizontal, la sombra. Un ejemplo de sencillez y efectividad.

Las cuestiones técnicas-tecnológicas -que me interesan sobremanera porque creo plenamente en la importancia de los artistas “periféricos” (iluminador, vestuarista, escenógrafo, etc) y de los técnicos- son irregulares. La escenografía es simple y funcional a la puesta: apenas un trapecio dibujado en el piso, una pared blanca de fondo (que en realidad es una pantalla), un banco alargado, un reloj de estación. El vestuario, en cambio, peca de barroquismo: si para dar la idea de estación de tren basta un reloj, ¿por qué habría que sobrecargar el vestuario? La iluminación es correcta, con algunos momentos muy interesantes como el anotado más arriba. Además, hay filmación a tiempo real y su respectiva proyección en la pared del fondo. La utilización de este recurso es dispar. Por momentos, genera un doble punto de vista interesante o puestas en abismo por el sencillo procedimiento de filmar lo proyectado, que por ser sencillo no deja de ser útil ya que produce composiciones visuales perturbadoras que expanden hacia el infinito la profundidad del espacio y reduplican los cuerpos de las actrices. En otros momentos, la proyección redunda o es apenas una mancha molesta sobre la pollera de uno de los personajes.

Las actuaciones tienen altibajos a lo largo de la representación. Como ya se anotó, hay momentos álgidos (usando una palabra antediluviana), pero también los hay chirles, en los que la tensión dramática se diluye y el relato se estanca. Parece haber una imposibilidad de las actrices para apropiarse y colonizar ciertos fragmentos del texto. Aunque esto puede deberse a la incómoda circunstancia de que la función que vimos fue el estreno. Y ya sabemos que suelen ser un mar de complicaciones y nervios.

El punto más flojo de la obra es, a mi entender, el texto. De hecho, no parece un texto dramático sino una serie de monólogos y diálogos tomados de una novela, a medio camino entre el enrarecimiento total (como en Madre e hijo de César Aira) y el coloquialismos rampante (como en cierto Daulte). Ese nadar entre dos aguas, complica el decir de las actrices y da la sensación de que Niño (el dramaturgo) peca de “literatura”.

Bueno, voy terminando. Llegados a este punto no quiero que les quede el sabor amargo de los últimos párrafos. El ordenamiento, en este caso, responde a causas que no tienen porqué pasar a dominio público y sugiero que relean los primeros párrafos antes de formar un juicio equivocado. No voy a poner monitos esta vez porque no me decido. Más vale júzguenlo ustedes. Y tengan presente que la mejor manera de opinar sobre una obra de teatro es viéndola. Pueden, entonces, formarse una opinión más sólida que la que conseguirán con esta reseña los sábados a las 20 en Pasco 623.

17 septiembre 2008

Antología Última poesía argentina

Hoy por la tarde recibí una gratísima sorpresa. Isabel (también conocida por el apócrifo nombre de Beatriz) de Ediciones En Danza me regaló la reciente antología Última poesía argentina. Contento con mi libro nuevo, lo leí y ahora me dispongo a escribir un poco al respecto.

Para los que no la junan, En Danza es una editorial que se caracteriza por editar libros lindos. Son de esos que se reconocen a primera vista: estilo editorial, que le dicen. El gramaje de las tapas está en el justo medio entre la chapa de Falcon que usa Alfaguara (en el bondi uno siempre corre el riesgo de degollar al compañero de asiento) y el papel higiénico de algunos de los libros de Corregidor, por ejemplo. Además, están cosidos. Como reza el impresentable “hold the line” de la impresentable editorial Dunken: “haga un libro, no un block”. Por si esos valores, digamos, materiales no bastaran, editan buenos textos. De lo último, valga como ejemplo Herejía bermeja, del injustamente olvidado Bustriazo Ortiz.

El volumen del que hablamos reúne una buena parte de los poetas argentinos nacidos luego del ’77. Como toda antología es incompleta pero podemos confiar en la pericia de sus compiladores (los poetas Gabriela Franco, Javier Cófreces y Eduardo Mileo) y estarnos tranquilos de que lo mejorcito está reunido en las 240 páginas que nos ocupan. Además, viene a sumarse a una serie de buenas antologías que han aparecido en estos últimos tiempos: la de Andi Nachon en Del Dock (otros que hacen lindos libros) y la de Santiago Sylvester para el Fondo Nacional de las Artes.

Paso a copiar la lista de los poetas incluidos: Florencia Abadi, Mariano Blatt, Guillermo Bravo, Nicolás Cambón, Martín Carlomagno, Soledad Castresana, Javier Foguet, Natalia Fortuny, Griselda García, Carlos Godoy, Sebastián González, Adriana Kogan, Rosa Lesca, Juan Esteban Linares, Laura Lobov, Silvia Mellado, Gabriela Milone, Guadalupe Muro, María Cecilia Perna, Paula Peyseré, Martín Pucheta, Gonzalo Quevedo, Noelia Rivero, Martín Rodríguez, Josefina Saffioti, Victoria Schcolnik, Eugenia Segura, Dante Sepúlveda, Mariana Suozzo, Alejandro Villamañe, Germán Weissi y Guadalupe Wernicke. Como verán, hay nombres bastante conocidos (como Laura Lobov, Adriana Kogan o Paula Peyseré), gente a la que descubrí ahora (como Rosa Lesca), y una colaboradora de 150monos: Natalia Fortuny.

Eso es todo. No fue mi intención hacer una reseña decente, ni una nota crítica, ni un análisis sesudo. Todos exceden mis posibilidades del día de la fecha. Me conformo con este comentario descerebrado pero entusiasta.

Ah, el libro se consigue en todas estas librerías.

11 septiembre 2008

La memoria de Shakespeare, de Sergio Sabater


El argumento del cuento de Borges sobre el que está construido el espectáculo es, previsiblemente, borgeano. Es decir, siendo un cuento tardío, recoge todos los vicios temáticos y formales del escritor. La cosa es así: un erudito especialista en Shakespeare (Hermann Soergel) recibe de otro erudito (Daniel Thorpe) la memoria del poeta y dramaturgo. Lo que en un primer momento le parece a Soergel un regalo inconmensurable, termina convirtiéndose en una carga inútil, porque el misterio del genio no reside en sus vivencias o sus lecturas, sino en el modo que son “procesadas” y trasformadas en obra de arte. Soergel comienza a perder el alemán y a recuperar las erres ásperas y las vocales abiertas del inglés del siglo XVII. Finalmente, agobiado por la memoria del otro, decide darla a un desconocido por vía telefónica y se libra para siempre de ella.

Muy bonito, ahora ¿cómo se adapta eso a teatro? Bueno, pregúntenle a Sabater que sabe hacerlo y con altísima eficacia.

En la puesta, el texto de Borges persiste casi completo y convive con intercalados del director que es responsable también de la dramaturgia. Está (claro) Soergel, pero también Thorpe y el difuso soldado que le pasó la memoria a este último: Adam Clay. El narrador, que en el cuento es el propio Soergel, se fragmenta y se pluraliza: 14 actrices toman ese lugar, desplazan la primera persona hacia una irónica tercera y diluyen la concisión borgeana en un juego de repeticiones que podríamos llamar corales. Toda sentencia hace eco en ese narrador escindido, que reespacializa el discurso inmóvil de Soergel.

Los que hayan visto otras puestas del director encontrarán algunas de las constantes con las que trabaja: la utilización de instrumentos musicales en escena, la presencia de un personaje metonímico que carga oblicuamente con el devenir de la obra, la utilización de textos poderosos fuera de contexto como proclamas, la multiplicidad de idiomas, cierta impronta kantoriana.

Los aspectos técnicos son cuidados y exigentes como acostumbra Sabater en sus puestas. La música es muy linda y uno, inevitablemente, sale tarareando la melodía principal. Las luces son exactas con momentos de cierto vértigo que requieren gran precisión del operador (la función que vimos no tuvo problemas al respecto). La escenografía, por su parte, es sobria y funcional a la mecánica de la puesta. De las actuaciones, destacaremos dos siendo injustos: el melancólico pero casi simpático Daniel Thorpe que compone Marcelo Velázquez (a quién nos vimos en la obligación de elogiar antes por su puesta de Destino de dos cosas o de tres) y la Desdémona de Cecilia De Feo, en la ronda de monólogos shakespirianos (usando la grafía que quería Borges) cuando la relectura de las obras de Shakespeare por parte de Soergel.

Pero si hay algo sorprendente en este espectáculo es la dinámica escénica. Los 17 actores se mueven según patrones geométricos que rozan por momentos el vértigo de lo maquinal y por momentos lo escultural semi-estático. Las actrices a la vez que narradoras, funcionan como asistentes de escena en una suerte de danza alucinada que hace progresar al mismo tiempo el relato textual y un correlato escénico difuso y por momentos perturbador, bajo la dirección de una especie de maestra de ceremonias (el personaje metonímico del que hablaba más arriba) cuyas interpelaciones no sólo a los actores, sino también a los técnicos, y sus guiños a público reafirman el carácter convivial del espectáculo: No hay modo de olvidarse que estamos en el teatro. Bienvenida sea esa memoria.

Vayan, entonces, los monitos. Y que tengan suerte. Ya sabemos: And shake the yoke of inauspicious stars: