21 mayo 2009

Poetas canarios en Buenos Aires

El pasado martes, engripado y todo, fui al Centro Cultural de la Cooperación porque se presentaba el libro que da título a este post. 


Poetas canarios en Buenos Aires recopila, Juan Carlos de Sancho mediante, poemas de 30 escritores jóvenes de las islas. Además de poner al alcance del público argentino material de difícil acceso, el libro incluye información bio-bibliográfica de los poetas y una reflexión de cada uno de ellos acerca de qué significa escribir poesía. Entre los antologados están: Sergio Domínguez-Jaén, Ángela Ramos, Cecilia Domínguez, Verónica García, Ricardo Hernández, el propio De Sancho, y otros.



Finalmente, dejando de lado las virtudes estrictamente literarias, saludaré aquí la cuidada edición a cargo de Hernán Isnardi quién, con este título, da principio a la editorial de su revista La Máquina del Tiempo. Por si todo esto fuese poco, el libro -cosido, con una tapa en cartulina ilustración mate de buen gramaje, y correcta impresión- se consigue sin cargo escribiendo a editorial@lamaquinadeltiempo.com

18 mayo 2009

Dóciles y útiles, Proyecto de Graduación del IUNA, con dirección de Analía Couceyro


Increíblemente, por cuarta vez en poco tiempo me encuentro reseñando una obra distópica. Está bien, en Dóciles y útiles nunca se explicita el tiempo en el que transcurre la historia. Pero los vestuarios, la escenografía y, sobre todo, la “conducta” de los personajes hacen pensar en un futuro no muy lejano. Algún analista más sesudo podría buscar la razón detrás de la abundancia de obras de “teatro de anticipación”. Pero los augurios no son buenos: desde la Utopía de Moro, escrita en el mismo siglo de la Inquisición Española, el Concilio de Trento y la Noche de San Bartolomé; hasta las Crónicas marcianas de Bradbury, contemporáneas al pico de tensión de la Guerra Fría, la aparición de arte utópico no suele indicar nada bueno. Más bien tiene que ver con épocas agitadas.

Lo primero que llama la atención de esta obra es el marco teórico que, explícita o implícitamente, la rodea. El texto de presentación nombra a Marx, a Nietzsche y a Hegel (que, a más de ser alemanes los tres, no comparten mucho). El título remite casi inmediatamente a Foucault -y, por transitividad, a la lectura que Deleuze hace de estos conceptos-, igual que los procedimientos de domesticación social, la vigilancia constante, los castigos, el ejercicio del poder directamente sobre los cuerpos de, en este caso, las trabajadoras. Y para completarla, se nos aparece el cascarrabias de Adorno, cuya dudosa lectura del marxismo desde el psicoanálisis condena al fracaso a cualquier emancipación de la humanidad como un todo, porque la lógica de dominadores y dominados proviene -según él-, no de una configuración histórica determinada, sino más bien de una estructura psíquica inconsciente. Esto último, claro, es una lectura que yo hago, que no está explícita. Pero que calza perfectamente en el devenir de la obra.

Estos temas tan ríspidos (hagan la prueba de leer a Hegel, si no me creen) no son abordados en Dóciles y útiles desde un tono solemne o didáctico, sino más bien todo lo contrario. Es decir, desde lo caricaturesco. Como es vox populi, el humor suele ser el vehículo para decir las cosas más inefables. Los trabajos sobre el vestuario (que incluye un montón ingente de pelucas), la escenografía y el maquillaje acompañan esta impronta.

Las actuaciones están bien logradas, en un registro distanciado del realismo. Destacaré aquí el trabajo de Juan Ignacio Bianco -la hombruna María Emilia-, de Cecilia Laffranconi -la aplicada Lucrecia-, de Verónica Mayorga -la despechada Tránsita-, y de Maia Menajovsky -una doctora que, posiblemente, será prima lejana del Dr. Mengele y de Hans Vergerus, el médico que ensayaba atroces experimentos en The serpent’s egg, de Igmar Bergman-. A propósito de Bianco, debo anotar su participación en dos de los momentos más interesantes de la obra: su bella interpretación de una canción andina (el nombre se me escapa ahora) bajo una pálida luz azul y acompañándose con un charango; y la escena desopilante que comparte María Emilia con Roberto González (Leandro Rosenbaum).

De las luces, otra vez, tendré que rezongar. Hay por lo menos diez apagones. ¡DIEZ! En una obra que dura alrededor de una hora, eso significa un apagón cada 6 minutos. Y, aunque este tipo de detalles se suele obviar, semejante tendencia a usar las luces como en un arbolito de navidad acaba destruyendo cualquier posibilidad de acumulación dramática y la obra se aparece como una serie de escenitas sueltas. Además, de que inhabilita cualquier otro mérito que pueda tener la puesta de luces. Y los tiene, de hecho.

La escenografía de Félix Padrón, por el contrario, es sugestiva y funcional a la puesta. Aporta cierto misterio y contribuye a generar una sensación de extrañeza, de monstruo tecnológico, con un haz de caños que no se sabe muy bien para qué sirven y esos aparatos similares a bicicletas fijas con los que las mujeres “trabajan”. Bien valen una mención las bombas en forma de galletita Merengada.

El vestuario también acompaña correctamente la propuesta, pero en otro sentido, ya que gran parte de la caricaturización se apoya sobre él: hay pelucas (muchas), ropas extrañas, lentes, orejas de conejo, pijamas.

No digo más. Dóciles y útiles hace funciones en la sede de Venezuela del IUNA (Venezuela 2587), los viernes a las 22:30hs. Saquen las entradas con tiempo, suele ser difícil conseguirlas

12 mayo 2009

Terrame, de Lucía Garay


Terrame es la primera obra que Lucila Garay, salida de la cantera de Claudio Tolcachir, estrena en los roles simultáneos de dramaturga y directora. El título remite -ya se habrán imaginado- a un juego infantil de esos que vienen jugándose de tiempos inmemoriales y que yo conocía también como Terrome. La melodía suena sola: “terrome terrome tesín tesán terrome terrome te pum bajá”. Otros decían “terrame” y “sacá”. Cosas de chicos. Pero, como dice un personaje de Aira en Madre e hijo, “las diversiones infantiles tardan en perder la gracia”.

Por supuesto, el título no es casual, el juego es una de las constantes de la obra. Los personajes (Él y Ella, según el programa de mano; Lucía y Atahualpa, según lo que ellos dicen) pasan buena parte del tiempo jugando. Esto tiene una explicación más profunda que el simple carácter lúdico del teatro: Terrame es, sin lugar a dudas, teatro del absurdo. En el género, la extrañeza surge de un desajuste en la relación causa-efecto. Este descalabramiento de la lógica con la que estamos acostumbrados a pensar el mundo suele empezar por la herramienta que la expresa, esto es, el lenguaje. Pero, aunque como espectadores asistamos atónitos a esa ruptura, los personajes no parecen percibirla (no siempre al menos) y ese es otro de los rasgos genéricos: la presentación de un universo donde la lógica existe pero no la conocemos. Como en el juego.

Las actuaciones (a cargo de Leandro Iommi y Soledad Sauthier) trazan un interesante in crescendo. Comienzan (o quizá comenzaron en la función que vi) un poco frías, un poco fuera del timming de comedia que siempre ronda al absurdo, pero progresivamente van ganando en intensidad hasta terminar en un muy buen nivel.

El aspecto técnico (que -siempre digo lo mismo- me interesa mucho) es impecable. La música está elegida criteriosamente y va desde La vie en rose sonando en una cajita musical, hasta un Wagner de lo más extraño. La escenografía es buena, con una profusión de cajas de mudanza -anunciada ya desde el programa de mano- que no deja de citar oblicuamente a El Inquilino de Ionesco. Las luces merecen un párrafo aparte (aunque las deje en este mismo): la puesta de Omar Possemato es compleja, sutil, bien coloreada; muy linda, resumiendo. La operación, que presenta ciertas complicaciones, es impecable y no tuvimos que lamentar cambios a cuchilla desubicados ni fades a paso de tortuga.

No suelo contar detalles argumentales y no lo haré aquí, sobre todo porque algunos comprometerían la efectividad de ciertos chistes. Claro, Terrame es una obra muy graciosa, desopilante por momentos. Nada más lejos de mi intención que erosionar su potencial humorístico.

Para cerrar este comentario, quería celebrar la profesionalidad de la propuesta. Siempre es alentador que una primera obra se haga con prolijidad, trabajo y buenas intenciones. A Terrame no le falta nada de eso.

Pueden verla en Huella Teatro (Medrano 535) los sábados a las 21 hs.

10 mayo 2009

Dos mil treinta y cinco (2035), de Elisa Carricajo


“Imaginar una historia en el futuro suele ser una especie de ejercicio en espejo que pone en juego, al mismo tiempo que proyecta, un determinado vínculo del presente con el pasado. ¿Cómo construir entonces una escena cotidiana que transcurra dentro de unos treinta años? No se me ocurre que vayan a llegar los extraterrestres. Ni que el mundo podría explotar. Nada hace pensar que vaya a haber un cambio que lo transforme todo de un día para el otro y, sin embargo, tantos cambios ocurren todos los días. Una contradictoria sensación parece indicar que en paralelo a una desenfrenada, veloz e inaprensible transformación tecnológica y biotecnológica, pocas novedades nos esperan en otros terrenos. Los vínculos humanos ofrecen extrañas resistencias. Como una babosa gorda y lenta, se arrastran pesados al lado de los cambios y los acomodan como pueden en las maneras de entender el mundo que conocen de antaño. Esta sensación fue el punto de partida de este trabajo.” Elisa Carricajo.

 

Como decíamos antes a propósito de La patria submarina, el teatro independiente nacional ha construido una tradición de obras que coquetean con la ciencia ficción, presentando mundos futuros. Es notable que estas anticipaciones sean todas distópicas, que nos muestren un mundo al borde de la desaparición. En 2035, en cambio, "el pesimismo se reconstruye en otro nivel" (Aira dixit): en la incómoda constatación de que, dentro de casi tres décadas, las relaciones interpersonales continuarán estando tan viciadas como lo han estado siempre. Según el texto que citamos más arriba (la presentación de la obra en Alternativa Teatral), los paradigmas de interacción más que evolucionar se mantienen al margen del progreso de la "civilización", como si la tecnología fuese -apenas- un obstáculo a vencer para conservar los modos de vida tradicionales. Verán que asimilo "progreso de la humanidad" a "progreso tecnológico". Desde la interrupción de la selección natural o -mejor dicho- desde su tecnificación, el desarrollo tecnológico es el único modo que poseemos para medir la evolución de la humanidad (sí, Nietzsche me guiña el ojo desde El Anticristo). Y no se entienda aquí tecnología como un montón de aparatitos inútiles, sino como la summa de todos aquellos procedimientos técnicos que se articulan tras un fin determinado. Piénsese, por ejemplo, en las tecnologías del poder que describiera Foucault.

Carricajo parece leer, tras la fachada de conflicto familiar que tiene su obra, este desajuste entre el progreso de la humanidad como conjunto (aquel pesado legado de la Iluminismo) y el anquilosamiento de las relaciones entre individuos que, a fin de cuentas, son los componentes de la Humanidad. Quizá por eso las coordenadas espacio-temporales son tan difusas al interior del texto y sólo aparecen en los paratextos: además del título de la obra, en el programa de mano puede leerse “Década de 2030. Buenos Aires.” Si no supiésemos eso, si nos llevaran a ciegas a ver la obra, acaso nos sorprendería el vestuario (pero poco, no es más extravagante que cualquiera de los modelos que cortan los gurúes de la Haute Couture), las paredes termosensibles y no mucho más.

Surge entonces la pregunta: ¿qué es lo que indica que estamos en un futuro más o menos próximo? La respuesta es: fuera de los paratextos, nada. Esto funciona en el sentido que anotábamos antes, es decir, la datación de la historia acentúa el pesimismo de la propuesta ya que, si podemos aceptar que los hechos suceden en 2035, entonces debemos aceptar que esperamos que nada cambie en el transcurso de las próximas décadas.

Saliendo un poco del plano abstracto, me interesa destacar el trabajo de los cuatro actores: Débora Dejtiar, Julia Amore, Paula Acuña y Federico Buso. Parejas, exactas, ricas en matices y en el límite de la comedia y el drama, ninguna de las actuaciones se destaca sobre las demás. Lo cual es una virtud, se entiende.

El aspecto técnico está bien resuelto. No hay música y el campo sonoro se reduce a un timbre de curioso sonido que se escucha -repetidas veces- en un único momento de la obra. Las luces de Javier Daulte (pavada de iluminador) iban a merecer mi crítica, pero un impecable acierto en el final con un trabajo de sombras, me disuadió se semejante propósito. Del vestuario (que es muy bueno) ya he hablado. La escenografía cumple también su función de recorte claustrofóbico del espacio, que anota Diego Braude en Imaginación Atrapada. Ya que estamos, remito a ese comentario para cosas que no tiene sentido repetir aquí.

En fin, un muy buen comienzo de Elisa Carricajo en dramaturgia y dirección, excelentemente acompañada desde lo actoral y lo técnico. Creo que con eso basta para darse una vuelta por el teatro.

2035 puede verse en el Abasto Social Club (Humahuaca 3649) los jueves a las 21 hs. Aprovecho para mandar mis saludos al personal (humano y felino) del Abasto que siempre me trata maravillosamente.

08 mayo 2009

Apuntes sueltos sobre Mecanismos del cortejo

I

Cuando uno no sabe cómo hilar una reseña y viene intentándolo desde hace semanas, es una buena opción apelar a la posmoderna técnica de los textos fragmentarios. Una delicia haragana de los haraganes tiempos que corren.


II

Mecanismos del cortejo es el título del Proyecto de Graduación que los alumnos de Actuación de IV año del IUNA junto al dramaturgo y director Luis Cano tramaron en conjunto y que ahora muestran en elkafka (Lambaré 866), los jueves a las 21 hs... Respire. Me salió una frase extenuante.


III

La indeterminación de las individualidades, lo por momentos indescifrable del relato, la repetición de acciones o escenas, configura una praxis dramática donde la actuación, el espacio y los vínculos entre personajes se transforman en vehículos para mostrar los mecanismos a los que alude el título de la obra. Y esto sucede en los sentidos de la palabra “cortejo” que Cano anota: el amoroso y el fúnebre. De este modo, sin ponernos psicoanalíticos, podríamos hacer una lectura más o menos inmediata de la relación de opuestos no excluyentes -o mejor convivientes- entre la muerte y el sexo. No la haremos.



IV

El espacio está limpio. Se aprovecha el negro de la sala para trabajar mímesis y contraste. Algunos objetos se funden con la escena, como las sillas que los personajes manipulan y una mochila que carga uno de ellos. Otros objetos -una guitarra y una pelota roja- funcionan, por el contrario, resaltando sobre el espacio vía un contraste de saturación que actúa como focalizador de la mirada y carga a los objetos de una especie de sacralidad que permite su funcionamiento ritual, como en el caso de la lenta procesión (en una cadencia wilsoniana) que encabeza uno de los personajes cargando la pelota como a un ídolo. Por el mismo lugar va el vestuario, trabajado mayormente sobre blanco, negro y rojo.



V

En contra de lo que opina Gabriel Peralta desde Crítica Teatral, diré que la puesta de luces me resultó insuficiente. Parece apenas seguir la acción dramática, iluminar lo que el espectador debe ver. Teniendo en cuenta las posibilidades de trabajo sobre la luz que el planteo de objetos y vestuario permite, es un poco decepcionante no encontrar en las luces variaciones de color, temperatura o, al menos, recortes. Además, por momentos, incomodan. No estoy en contra del minimalismo, pero en este caso resulta inadecuado. Quizá parte de lo que anoto se deba a que la operación en la función que vimos se sintió un tanto errática, con cambios demasiado lentos y algo fuera de tiempo en una obra que necesita de una precisión cronométrica que -por otra parte- está perfectamente lograda desde las actuaciones.



VI

La dramaturgia de Cano me recuerda -vaya uno a saber porqué- a su obra Los murmullos. Por momentos poético y por momentos apoyado sobre la anécdota llana, el texto funciona sin imprimirse completamente sobre el resto de los componentes dramáticos, generando -otra vez- un aura de indeterminación, de liquidez de límites entre lo impuesto y lo heredado como tradición.



VII

Esta última dualidad, según se habrá advertido en los párrafos anteriores, es de algún modo la indagación profunda de la obra y funciona en varios niveles. Como es de esperarse, la tensión nunca se resuelve ni siquiera con el final, que es tan poco conclusivo que obliga a los espectadores a cerrar la obra con su aplauso ante la apabullante posibilidad de que el silencio se prolongue para siempre. Cano y sus secuaces ponen en cuestión también ese mecanismo: parecido al amoroso y al fúnebre, el inestable cortejo del teatro forma parte de esta obra, también.



VIII

No he dicho casi nada sobre las actuaciones. Cosa que resulta sumamente desacertada tratándose de un Proyecto de Graduación de actores del IUNA. ¿O no? La pregunta que subyace es la siguiente: ¿una residencia debe mostrar lo aprendido por los actores durante la carrera, como una especie de exhibición de sus habilidades adquiridas (un repertorio técnico) o, por el contrario, debe poner de manifiesto cómo ese know how (¡ja!) es utilizado para abordar una forma dentro del todo de una obra? Está claro que no responderé aquí. En todo caso, no soy yo el que tiene que contestarla.




IX

La música es linda. Parte se reproduce por bafles y parte se produce en vivo. El efecto que genera el uso diferencial tiene un valor sobre todo climático. La música que escuchamos reproducida entra sin mayores problemas dentro del sistema de convenciones del teatro. La que se produce en escena siempre genera otras cosas, por razones estrictamente teatrales: el hecho de que una persona esté cantando (o interpretando un instrumento) frente a un grupo de espectadores y la espacialidad insustituible de los sonidos producidos sobre un escenario.


X

Leí varias reseñas. Todas insisten en lo temático. Para mí es accesorio. Ya que todos lo hacen, yo también insisto. Lo temático es accesorio.





XI